Tunadros el herrero llevaba desorientado varios días. Incansablemente el hermano Gondrias, aquel esmirriado de la enfermería, le había dado el ungüento aquel que hacía que le picara todo el cuerpo y que le subiera la fiebre. Había gritado y, a duras penas, recordaba que le habían sujetado porque casi había partido la cama con sus movimientos. Sin embargo, lo que nadie había visto era la angustia que sentía: a veces, durante los últimos dos días, había tenido pensamientos extraños, que le habían hecho plantearse incluso si seguía siendo humano.
Al día y medio de estar en la enfermería, se miró las manos y empezó a ver que no eran ya humanas, cubiertas por la misma capa de pelos duros que tenía por todo el cuerpo y con una visión cada vez más nítida en la oscuridad.
Cuando se dio cuenta, había ordenado a aquel inútil de enfermero que fuera a llamar a Frey Kaistos, pero había vuelto corriendo para decirle que, con otras personas, había huido del complejo. Aquello sólo podía significar que algo muy grave había pasado en el monasterio. Conforme pasaban las horas cada vez oía y veía mejor, pero la deformidad que percibía en todo su cuerpo lo estaba volviendo loco. Y lo peor era que sabía que aquello no había terminado.
Sin embargo, el olor se hizo en un momento nauseabundo. Se levantó de la cama y, para su sorpresa, vio que aún podía andar en posición bípeda. Aquello le iba a permitir ser mucho más rápido, algo que le venía bien para que lo que quiera que hubiera pasado no le alcanzara.
Salió de la enfermería: era media tarde y los soles ya no estaban en su cénit. Sin embargo, el calor era aún importante, aunque no estaban en los días más calurosos del año ni lo estarían durante las próximas 3 o 4 semanas, según el año. Miró a su alrededor y no le extrañó que no hubiera nadie. Sin embargo, se metió de nuevo entre las sombras de la enfermería y vio que unas personas desconocidas salían del edificio que albergaba los cuartos de los monjes.
Vio también al fraile gordo, Frey Rilaus, hablando con un tipo estirado desconocido para él, que iban en su dirección por lo que aún se escondió más, hasta que vio que pasaban de largo en dirección a los establos. “Pobre del caballo que tenga que cargar con ese obeso monje”, pensó y una sonrisa bastante poco amable se dibujó en su cara. Miró de nuevo al grupo: reconoció al bibliotecario de cara de chupar limones, pero al resto no. Aquel grupo olía a… problemas.
Su sexto sentido le indicó que se fuera de allí lo antes posible, pero la única salida era la puerta trasera de la enfermería y no sabía a dónde iba a poder correr después... especialmente porque su apariencia era cada vez menos humana. Sin embargo, viendo que el peligro se acercaba, recordó una abertura de un metro de alto que daba a los túneles del monasterio en una de las paredes.
Cansado como estaba y, a pesar de poder ver con claridad en la oscuridad, deambuló sin rumbo durante bastantes horas, hasta que agotado, decidió subirse a un saliente en la pared y dormir. Se despertó después de un sueño reparador y olió a Frey Kaistos aunque su olor se iba perdiendo. Sin embargo, era aún lo suficientemente fuerte para él, como para poder seguirlo.
Anduvo otro trecho y de repente en una piedra muy bien pulida pudo verse la cara. Y, entonces, no pudo evitar que de su garganta brotara un aullido potente pero lastimero que no dudó después que se había oído por todos los túneles. Su cara era la de un temible lobo negro: aún la transformación no era completa pero quedaba poco.
Foto cortesía de Pinterest.
Aquello le volvió loco: vagó por los túneles sin pensar en nada, ni siquiera se preocupó de hacia dónde se dirigía: aún no era un lobo y aún sabía que en el fondo era humano, pero le aterrorizaba la mera transformación y acabar siendo sólo un animal. Sintió un miedo devastador dentro de sí ante la posibilidad de de no volver a ser humano nunca más. Entonces olió agua fresca y corrió como una exhalación por aquel túnel. Cuando le quedaba poco para llegar al final, una horrible y gigantesca serpiente y un ser totalmente tapado, salvo la barbilla, le salieron al paso.
Su horror fue aún más intenso cuando aquel ser, con aquella asquerosa voz plateada, dijo:
- Muy bien, te queda poco para dejar de ser humano. El veneno de los huevos de serpiente de Anahay es muy efectivo - Lo miró atentamente con interés -. Sin embargo, aún andas erguido: tu caso es extremadamente interesante. Aún así creo que nos vas a servir bien.
Tunadros doblegó su intención de atacar, mientras el ser de la voz plateada lo acariciaba la cabeza:
- Debes perseguir a los fugitivos. Tu función será solo indicarnos dónde están...
Una lucecita se encendió en el cerebro aún humano del antiguo herrero. Ahí estaba su oportunidad. Olió el aire y se dispuso a cumplir la orden, sólo que con otro objeto: estaba seguro de que Frey Kaistos sabría cómo detener aquella transformación. Bebió agua del lago, gruñó y comenzó a seguir a los fugitivos.