Unas horas antes en el Castillo Imperial…
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Astano, mientras entraba en la Sala de Audiencias, delante de la Emperatriz y sus tres damas de honor, pensaba cómo debía empezar. No sabía cómo hacerlo porque no quería que sus dudas salieran a la luz. La Emperatriz lo sonreía demasiado cariñosamente para creerse que la sonrisa fuera cierta. Estaba cansado y desanimado pero no podía, bajo ninguna circunstancia, dejarlo entrever. Así que sonrió de la misma manera y se inclinó hacia adelante, todo lo que su dolorida espalda se lo permitió. “Demonios”, pensó, “este carruaje nuevo no me sienta nada bien para la columna… especialmente para la parte baja de la espalda”.
- Alteza Imperial Abalina, le traigo noticias aunque no sean muy buenas. No sé si ya habéis hablado con el Duque Guonlorth… -dejó la frase inacabada.
La Emperatriz aún adelantó más la barbilla, preguntándose en el fondo la razón de dicha circunstancia, aunque entendió que seguramente era porque las noticias eran realmente malas.
- No, el duque no está siquiera en Sinardia. Ha mandado un mensajero diciendo que iba a bajar hacia el Sura y que no llegaría en algunas semanas.
Astano tragó saliva: el maldito Ser de la Voz Plateada se había escabullido y le había dejado a él con un problema muy grave. Carraspeó y empezó:
- Pues bien, Alteza Imperial, la persona que nos mandaron buscar no fue localizada en el Monasterio de Sinningen. Guonlorth cogió a varios prisioneros, pero sólo pudo interrogar al Abad, que acabó muerto. Era demasiado viejo para soportarlo.
La Emperatriz lo miraba como si mira a una cucaracha que va por el suelo: aquel hombre era inútil… ¿O estaba dolido con ella por no haber conseguido que su hija se casara con Everingen? Tendría que saber ya que ella carecía de cualquier tipo de influencia sobre aquel necio…
- Y ¿qué pasó con los demás prisioneros? ¿Los interrogasteis?
Astano la miró y pensó “caeremos todos…”.
- No, Alteza Imperial, antes de que pudiéramos hacerlo, escaparon. Ese monasterio no tiene celdas de castigo como tales: se habilitaron unas habitaciones de la planta baja y creemos que alguien pudo acceder a ellas y liberarlos.
- Y ¿ese quebradero de cabeza de monje?
Astano se cambió el peso de pierna y continuó:
- Escapó, aunque tampoco pudimos averiguar cómo. Supuestamente estaba en su laboratorio pero no encontramos ninguna salida, más que por la que nosotros subimos y nadie bajó por allí.
Fue entonces cuando Kálada de Sinarden, demostrando su gran inteligencia, preguntó:
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- Imagino que se trata de una gran construcción. ¿Mandasteis que buscaran en los sótanos y otros lugares donde pudieran esconderse o evadirse?
Él la miró pensando “por qué siempre tienes que intentar hacer ver que eres más inteligente que el resto. Tu gorda papada no estaba allí”. Pero la sonrió lo más amablemente que pudo y respondió:
- Señora, el laboratorio del monje está situado en una torre, no hay escapatoria posible. O sales por la puerta que da a la escalera de la torre, algo que no hicieron porque los hubiéramos visto o no puedes salir. En cuanto a los túneles, es cierto que los hay, pero bajó el Duque Guonlorth con una de esas serpientes suyas a inspeccionar. Creo que encontraron a un ser de esos que transforma allí, al que le mandó que siguiera a los fugitivos, pero no sabemos cuántos son ni cuál es su destino. En cualquier caso, imagino que tendremos noticias, pero no podemos saber cuándo ni cómo las va a recibir el Duque, ya que es él quién maneja a esos seres - al decirlo no pudo reprimir una expresión de asco que las damas presentes no dejaron de percibir.
Fue entonces cuando se abrió una puerta y los centinelas dejaron pasar a un hombre alto, elegante, vestido de verde con una capa corta y calzas y calzado a juego y a la moda. Su expresión era altiva y parecía no venir muy contento.
- Madre - dijo Holigen al entrar, haciendo una reverencia no muy profunda -, ¿qué ocurre hoy? He visto mucho movimiento en la ciudadela y alrededores.
La Emperatriz sonrió y le miró fijamente:
- Nada, hijo, no pasa nada. Estábamos conociendo las noticias del viaje al Monasterio de Sinningen por parte de uno de los integrantes de la partida de búsqueda, el chambelán Astano.
El chambelán, al ser nombrado se inclinó lo que mandaba el protocolo ante un Príncipe Imperial, que no era el heredero, algo que Holingen notó pero no quiso señalar.
- ¿Y qué? ¿Algún buen resultado?
- El Abad murió y el fraile escapó, aunque Guonlorth - le dijo la Emperatriz - ha mandado a alguien en su persecución. Pero no han localizado a quien íbamos buscando. Tendremos que buscar en otros lugares.
Holingen asintió y luego miró a Astano:
- Resumiendo: nada ha salido bien. Parece que hay alguien se ha puesto a trabajar en nuestra contra. Por cierto, madre, el Jefe de Inteligencia quiere vernos a ambos luego. Parece que hay algo que nos tiene que decir.
- Muy bien, dijo la Emperatriz, así haremos. - Luego miró a Astano y continuó -. Buenos días, chambelán, ya puede retirarse.
Astano se inclinó ante la Emperatriz y fue andando hacia atrás hasta que llegó donde estaba la puerta. Esta se abrió, él salió de la estancia y, una vez que las puertas se cerraron, él pudo enderezarse. Se dijo, entonces, que no había tiempo que perder: debía hacer lo posible por irse de la ciudad en los próximos dos días. Se pusiera como se pusiera su hija Liriana, vendría con él, aunque tuviera que darla un somnífero y sacarla inconsciente de Bonardia.
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Entonces olió algo nuevo: lo reconoció enseguida y eran buenas noticias. El grupo de Frey Kaistos no estaba muy lejos, aunque percibía a alguien que nunca antes había percibido. Ahora bien, si alguien le preguntaba quién era aquella entidad, no sabría decir ni qué era, mucho menos lo reconocería.
El lobo subió una colina desde donde podía ver con claridad todo el lugar: el bosque delante, el valle verde y exuberante a los lados y el río detrás. Terminó por aullar tan fuerte que personas que normalmente daban miedo a los que les rodeaban, temblaron de miedo. Pero se sentía feliz y libre: no tenía duda alguna de que aquella pesadilla terminaría algún día.
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Una de las poternas del monasterio de las Orantes se abrió y cuatro figuras que portaban a dos personas en volandas entraron por ella. Después la poterna fue cerrada y el pequeño puente izado y echada el rastrillo. De esta forma, se aseguraban que nadie pudiera entrar por allí, siguiéndoles.
Rápidamente, otras monjas de la Orden salieron de otros cuartos vecinos y ayudaron a llevar tanto al ex jefe de Inteligencia Mirondar, que seguía con los ojos muy abiertos y que casi se le salían de las orbitas, murmurando algo que ninguno podía entender, como a una joven que yacía inerte ahora ya tumbada en una pequeña cama de una celda próxima. Habían llamado a la encargada de las tareas de salud en el Monasterio y ella había dado orden de que, sin demora, fueran a buscar a un fraile, Frey Amoravildo, de la Orden no Militar de los Mendicantes del Divino Testigo, pero en silencio, sin armar escándalo. Tenían que evitar que se supiera que habían llegado bien allí. Desa Akrovia sonrió:
- Hermana, no se apure: el Jefe de Inteligencia sabe perfectamente quiénes hemos liberado a estos dos prisioneros. Si aún no han venido, es porque tienen que prepararse y nosotros también debemos hacerlo.
Entraron entonces en aquella salita, otra decena de monjas vestidas con el hábito de la orden y una capa bajo la que eran visibles las armas que portaban. Se inclinaron ante Desa Akrovia y una que llevaba una túnica visiblemente diferente de las demás (la de ella tenía unos ribetes en color rojo, a diferencia del resto que eran azules y la de Desa Akrovina que los tenía en color dorado) dijo:
- Desa, hemos seguido sus instrucciones al pie de la letra. Solo quedamos aquí las que nos ordenasteis. El resto han partido a lo largo del día con los destinos señalados.
Leovildo entonces, se despidió diciendo:
- Hermanas, lamento despedirme pero necesito llegar a nuestra casa lo antes posible.
- Bien, pero os acompañarán Nate Karas y Nate Lóradai, que me dirán si ha pasado algo a su vuelta. No os preocupéis están muy preparadas para llevar a cabo esa tarea.
Ambas se inclinaron y salieron tras el Gran Maestre Leovildo en dirección a otra poterna.
Desa Akrovia seguía mirando a los heridos. Nate Ramalia, la enfermera jefe, reconoció primero a la desdichada muchacha y dijo:
- Desa, no hay nada que hacer. Está muerta aunque no dudo de que han intentado hacerla algo más que matarla.
- Lo sé -respondió ella-. Ha sido el nuevo Jefe de Inteligencia. Es una criatura distinta a cuántas he podido estudiar. No dudo de que el Señor de los Nigromantes ha hecho lo posible por crear nuevas entidades más peligrosas que las que conocemos, ¿verdad? - y miró a Malaban.
- Sí, no me cabe ninguna duda -se adelantó y miró hacia la cama y después miró a la enfermera que respondió.
- Yo no puedo hacer nada por ella, probad vos. Es preciso que averigüemos qué le han hecho realmente.
Y se dirigió a la otra cama. Mirondar, a quien ya había dado un poderoso sedante, había quedado callado pero la cara con los ojos llenos de terror, abiertos de par en par, no había variado. Le tomó el pulso y luego puso su mano en la cabeza:
- Exactamente, ¿qué le ha pasado?
Nragar se adelantó y habló con esa voz ronca y profunda que tenía:
- Creo que, aunque no lo sabemos con exactitud, podemos hacernos una idea. Lo han torturado de manera terrible durante los días que ha estado desaparecido.
Ella movió la cabeza de un lado a otro.
- Se han portado con él con una crueldad extrema: no tiene apenas marcas de tortura física. Pero la tortura en su alma ha sido brutal. Se está muriendo de un miedo insondable. No sé exactamente con qué le han amenazado pero…
Malaban se adelantó:
- Por ella, no podemos hacer ya nada. Al menos, su alma está ahora en paz. La han hecho sufrir también pero creo que la reservaban para algo terrible: incluso parece que tiene la marca del Señor Oscuro, como si la estuviesen guardando para él. Ahora bien, eso ya ha pasado: enterradla lo más escondidamente que podáis. Es mejor que no la encuentren nunca.
Luego miró a Mirondar y dijo:
- Su caso es diferente - miró a la enfermera jefe -. Vos, hermana, habéis hecho un cuidadoso y certero análisis de la situación. Lo malo es que aún siguen torturándolo. Voy a probar algo: es peligroso porque podrán saber que estoy aquí, pero hay que liberarlo de lo que atenaza su pobre alma.
Se sentó a su lado en la cama y le puso las dos manos encima de la cabeza. Cerró los ojos y, después de invocar al Único y a los Tres Dragones, comenzó a intentar entrar en su alma. La lucha fue terrible: estaban interesados en aquel alma porque conocía muchos secretos y, con ellos, iban a poder obligar a la gente a hacer lo que ellos considerasen oportuno. El terror que le habían infundido era para intentar romper sus barreras. Mirondar estaba intentando proteger esos secretos incluso a costa de su alma, en una loable pero arriesgadísima muestra de fuerza moral y lealtad a los juramentos que había realizado. Pero, al poner en peligro su alma, estaba haciendo que se la destrozaran y la intentaran desgarrar y mandarla al vacío.
Malaban sintió su terror y comenzó a luchar contra aquella presencia malvada que trataba de destruir todo lo bueno de Mirondar y transformarlo en terror y en maldad: querían que acabase pidiendo que lo dejaran en paz aunque fuera enviándolo al vacío. En pocos minutos, había podido vencer aquella presencia oscura y tenebrosa, obligándola a abandonar el alma, que habían creído ya tener vencida.
Malaban sudaba profusamente y acabó desmayándose por el esfuerzo realizado. Nragar, a pesar de haberle visto alguna otra vez en esa misma situación, miraba con preocupación al mago, pero con sus manazas grandes poco podía hacer en aquella situación. La enfermera jefe le puso cataplasmas frías para que le bajase un poco la temperatura y en poco tiempo, el mago pudo incorporarse y comer algunos hijos secos y unas pocas nueces. El color le volvió a la cara y entonces miró a Mirondar que, ahora ya tranquilo, estaba comiendo tranquilamente un plato de sopa.
Desa Akrovia, que había salido a hacer algunos planes más, volvió a entrar y se dirigió a Nragar.
- No sé qué planes tenéis…
- Decidme qué debo hacer y lo haré.
Ella sonrió.
- Veréis, necesitamos que os apostéis a las afueras del puerto. Debo esperar aquí un desenlace trágico, pero no puedo irme hasta que se dé y tampoco puedo abandonar a las hermanas a las que juré proteger con mi vida.
Malaban se levantó y habló:
- Gran Abadesa, iremos hacia allá sin demora. Decidnos qué estáis esperando y os ayudaremos gustosamente.
Fue Mirondar quien habló entonces:
- Desa, nunca le he dicho suficientemente lo inteligente que sois, pero hay algo que no sabéis y debéis saber: La Emperatriz dio orden de la disolución de vuestra orden hace semanas. Pero ha estado esperando al momento más propicio para ella para ejecutarla.
Ella lo miró, con la mirada fiera y dijo:
- No lo sabía, pero lo imaginaba. Si no fuera porque tengo que esperar a la entrevista con el Prínicipe Holingen, ya me hubiera ido.
Todo el mundo quedó en silencio y entonces ella continuó:
- Sé que es una estratagema: quieren cogerme viva, pero no hay que preocuparse: yo conozco el Monasterio, ellos no.
Salió de allí, con la sensación de que todo aquello había sido planeado muchos años atrás. Si los rumores eran ciertos, la Emperatriz se daría cuenta de su craso error, cuando fuera demasiado tarde…
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En el norteño Castillo Negro del Señor de los Nigromantes, su señor se encaminaba a través de los salas hacia su trono. Todo estaba frío a pesar de que todos los fuegos estaban encendidos. Pero, al encenderlos la maldad de este mundo, nunca daban calor, sólo despedían el frío de la maldad y de la suprema injusticia.
Cuando finalmente llegó a su trono y se sentó en él, empezó a pensar en la Embajada de la Emperatriz: aún no había llegado, como le había dicho su fiel Guonlorth, pero no faltaba mucho. Su alianza era realmente importante importante para él: ambos se necesitaban, aunque ella iba a ser sólo un peón en su juego, a pesar de que creyese lo contrario.
«Sí», dijo sonriendo al hombre-fantasma que tenía a su lado izquierdo, «ella va a serme muy útil. El odio que tiene dentro va a ser la llave hacia el poder absoluto, Ojos Podridos».
«Sí, Señor».
Todo iba según su plan…
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