Era aún noche cerrada. El Jefe de Inteligencia sabía que necesitaba fortalecer su posición y, para eso, era necesario que la Emperatriz y, sobre todo, el príncipe Holingen, tuvieran conocimiento de lo que había ocurrido: el abierto desafío de Desa Akrovia era algo esperado, pero el otro caballero que la acompañaba… no sabía su nombre, pero era posible que pudieran descabezar otra de aquellas organizaciones como era el deseo de su Señor, El Señor de los Nigromantes, el poderoso Klangorn.
Ahora sólo tenía que decidir cómo decírselo. Dudaba que les gustara mucho ser despertados antes del amanecer, pero eso a él le daba un poco igual. Tenía que hacer ver lo necesario que era o Klangorn, que ya había amenazado con asfixiarlo, le iba a demostrar de verdad su inmenso poder.
Foto de Jevgeni Fil en Unsplash
En la parte alta de aquel edificio, la lechuza había encontrado un lugar magnífico donde esperar. Tenía una vista clara de la casona convertida en sede de aquel nuevo Jefe de Inteligencia, así que podía ver las entradas y salidas de sus habitantes y, lo más importante, hacerlo sin ser vista. A pesar de su blanco plumaje, pasaba desapercibida, debido a los adornos que tenía aquel edificio en su parte más alta, especialmente las gárgolas, como había oído que se referían a ellas los humanos.
Entonces, detectó a aquella nube aceitosa de nuevo. Parecía que aquel Jefe de Inteligencia salía de nuevo, así que, sin demora, emitió un sonido especifico y, al poco rato, vio a su compañero de fatigas, un búho real que tenía muy malas pulgas pero que era infatigable cuando se trataba de seguir a individuos como este, especialmente en aquel estado aceitoso tan… especial.
En poco tiempo, los había perdido de vista y ella continuó tranquilamente espiando la casa. Estaba segura de que algo importante pasaba: habría que esperar al búho para tener noticias e informar debidamente. En cualquier caso, tenía que agradecer ser un animal nocturno: con tanto movimiento de noche, si hubiera sido diurno, no sabía cómo lo hubiera resistido.
Cerró un ojo y el otro lo dejó abierto. Una cosa era ser nocturno y otra tener que estar con ambos ojos abiertos toda la noche.
El príncipe Holingen estaba en sus aposentos. En breve, se casaría y esperaba aquel momento con mucho interés: su futura esposa, Dánira, la hija del margrave de RocaStretta, era muy joven, guapísima y, además, todo el mundo parecía encantado con la boda, incluida la interesada. Pero eso no significaba que él no pudiera tener algún que otro encuentro furtivo con alguna de aquellas damas, también bellísimas, pero en otra fase de su vida, en la que tanto gustaban de las aventuras. Aparte, él era el príncipe y, a poco que ese idiota de Everingen, con ayuda de ese otro mangante de Everin, no lo estropearan, el futuro heredero. Y nadie quería, desde luego, enemistarse con él. Así que, en general, había recibido pocas negativas.
Claro que siempre las investigaba antes. La humillación que había sentido cuando una de aquellas mujeres hacía varios años, le había dicho que era bastante menos caballeroso que Erevin, le había hecho odiar aún más a su hermano, que sólo era un año más joven que él. Expulsado de la corte después de algo que nunca le habían explicado suficientemente, se había sorprendido mucho cuando su madre le había prohibido contar chismes sobre ello y le había ordenado que hiciera como si Erevin no existiera. Sin embargo, siempre había tenido en cuenta que aquello se lo había dicho delante de su padre, Toringen III, quien no aprobaba ni siquiera esa decisión pero que él sabía que había muerto sin tampoco tener claro qué había pasado.
Como no podía ser de otra manera, había aprobado mandar al “Hacedurmientes” a matar a Erevin… si podía encontrarlo, claro. Por mucho que su madre pensara que era una gran estratega, en aquella decisión de mandar a su hermano al Ejército no había acertado: le había dado a aquel insolente, que ya despuntaba como un futuro buen caballero, las herramientas para mejorar. La mala noticia para ellos es que lo había hecho y, por lo que parecía, demasiado bien.
- Maldito Erevin… - dijo, mientras tiraba la copa de vino que tenía en la mano a la chimenea.
Alguien llamó a la puerta.
- Adelante.
Un camarero imperial, con su uniforme, abrió la puerta e hizo la genuflexión acostumbrada.
- Alteza, vuestra madre os requiere en la Sala de Audiencias principal.
- ¿A esta hora?
Era consciente de que del estado de su habitación y, especialmente, de su cama, su madre sería inmediatamente informada. Es más, seguro que ya sabía quién había sido la dama de esa noche.
- Sí, Alteza, el Jefe de Inteligencia tiene algunas noticias para vos.
Se levantó del asiento y contestó:
- Está bien, decidla que ahora mismo voy.
El camarero real, sin decir palabra, repetió la genuflexión y salió de la estancia.
Holingen se abrochó bien la camisa y revisó sus calzas. No, debería cambiárselas otra vez o recibiría una de aquellas charlas de su madre sobre cómo un príncipe debía presentarse ante sus súbditos. Así que abrió un arcón que tenía en la parte baja de su cama y otras calzas de un verde un poco más oscuro pero que irían bien con el resto del atuendo. Eso sí, no podía esperar que su madre no se diera cuenta, pero al menos mantendría su imagen, aunque fuera frente a aquel siniestro personaje. Claro que eso lo podía pensar pero no decir como le había advertido su madre.
Terminó de vestirse y salió de su cámara. Dos guardias quedaron guardando la puerta y dos le acompañaron, situación que le incomodaba pero que no podía criticar porque sabía que, si no fuera por esas medidas, posiblemente ya le habrían mandado a mejor vida.
Atravesaron los desiertos pasillos y llegaron a la Sala de Audiencias donde los soldados quedaron fuera mientras otros le abrían las puertas de la misma. Allí estaba su madre, impecablemente arreglada, aunque su cara le decía que estaba cansada, si bien ella lo disimulaba muy bien. Sin embargo, le miró ostensiblemente a las calzas con cara de desaprobación y el bajó la mirada y se sentó, incómodo, en el sitial que habían dispuesto para él a la derecha de su madre.
Entonces, se abrió otra puerta y entró en la sala el Jefe de Inteligencia. Alta, enjuto, con aquellos ojos que parecían de tiburón y aquella piel blanquecina, era un individuo que no daba precisamente motivos para confiar en él. Pero tendrían que ver la información que traía.
- Alteza Imperial -dijo mientras hacía el correspondiente saludo con genuflexión incluida respecto de la Emperatriz. Después lo miró a él e hizo lo propio.
- Una hora un poco inconveniente, Strugar. Espero que sea urgente.
Él sonrió, mostrando aquella sonrisa cadavérica tan siniestra.
- Oh, Alteza, desde luego que lo es. Desa Akrovia y otro caballero, que creo que es también de otra Orden Militar han liberado al anterior Jefe de Inteligencia…
Holingen fue a decir algo pero la Emperatriz alzó la mano.
- Y eso, ¿cómo ha podido ocurrir?
- Tuvieron ayuda, aunque a los otros dos no los conozco. Uno de ellos ni siquiera puedo decir que sea humano. Se lo hubiera dicho al duque Guonlorth pero sé que no está aquí…
Aquello enfureció visiblemente a Holingen y, aunque supo disimularlo mejor, también a la Emperatriz. Si el flujo de información iba a otra persona… eso quería decir que esa persona era más importante. Pero la Emperatriz, sin dejar traslucir el evidente malestar por aquella declaración, inquirió:
- ¿Y qué pensáis hacer al respecto?
Él sonrió.
- No creo que yo sea la mejor opción, Alteza. Al fin y al cabo, entraron en mi casa. Se podía ver como un simple conflicto conmigo, cuando, si no recuerdo mal, fueron sus Altezas quien ordenaron que lo detuviera. Aparte, yo no puedo detener a Desa Akrovia y ella lo sabe demasiado bien.
La Emperatriz supo que tenía razón pero deberían haber sido ellos quien debían haberlo dicho. Así que repuso:
- Muchas gracias por su colaboración, Strugar. A partir de ahora, nos ocuparemos nosotros.
Lo despidió con la mano, así que no podía quedarse más. Retrocedió hasta la puerta, saludó y una vez que los soldados la habían abierto, salió de la estancia. Tuvo que apretar el paso y seguir pasillo adelante. No estaría bien visto que le vieran quedarse a escuchar. Pero no le hubiera importado hacerlo, pensó mientras sonreía abiertamente.
- Hay que detener a Desa Akrovia.
- Estoy de acuerdo pero no sabemos quién es ese otro que iba con ella. Aparte -dijo la Emperatriz mientras se movía por la estancia: su nerviosismo era evidente-, no me ha gustado nada la insinuación de que no nos hubiera dicho nada de estar aquí ese ser abominable de Guonlorth.
Ambos se callaron: los dos sabían que habían sido ellos quienes le habían traído a la corte y quienes habían confiado en él para expulsar a Everingen y perseguir a Erevin.
- Lo primero es lo primero: ya investigaremos quién era ese otro que iba con Desa Akrovia, pero hay que detenerla a ella ya. No esperar a mañana.
EL príncipe se levantó y echó a andar hacia la puerta.
- Y ¿a quién vas a mandar?
Él se volvió:
- No voy a mandar a nadie, madre. Voy a ir yo mismo.
Y sin siquiera despedirse salió de la estancia.
La Emperatriz se volvió hacia la ventana: todo estaba aún en silencio. A pesar de todo, sonrió: si conseguían deshacerse de la odiada cabeza de la Orden de las Orantes, habrían conseguido una victoria importante en la dirección correcta.
De repente, se llevó la mano a la cabeza. Sí, faltaban pocos días. Mañana mismo tendría que preparar todo para irse a su retiro. No podía retrasarlo más.
El castillo de la Orden de las Orantes estaba casi desierto. Desde hacía varias semanas, Desa Akrovia, consciente de que la orden de extinción de su comunidad ya estaba dada y las consecuencias que iba a tener, había dado orden a todas sus hermanas de dividirse y salir hacia distintos puntos del Imperio. Incluso algunas estaban camino de otros países, donde seguirían viviendo en comunidad, pero, ahora ya, simplemente realizan actividades de caridad a quienes lo necesitaran. Sólo quedaban allí con ella una docena de hermanas que se encargaban de hacer sus tareas de cara al público, muy reducidas ahora que habían sido relevadas de la seguridad del complejo imperial, y de las ordinarias de la comunidad. Pero aquella noche, después de liberar a Mirondar, había dado la orden definitiva: había que levantar el campo y salir de la ciudad antes de que fuera demasiado tarde, a través de la red de túneles que a través de los siglos, habían construido debajo.
En silencio, rezó al Único y a todos sus mensajeros, dando gracias a todos ellos por la discreción que las hermanas, desde el comienzo de la comunidad, habían demostrado al no informar sobre ninguna de aquellas obras a nadie fuera de determinadas personas de su propia orden.
Oyó unos pasos fuera y la novicia que estaba al cargo de la puerta principal abrió la puerta y le dijo mientras hacía una inclinación de cabeza:
- Desa, parece que el príncipe Holingen está fuera y quiere veros.
Ella, simplemente, se levantó y tocó una especie de campana interior llamando a todas las hermanas para que se presentasen en la puerta principal.
Foto de Rob Potter en Unsplash
Una vez allí simplemente dijo:
- Hermanas, ha llegado la hora que tanto hemos intentado impedir y para la que, sin embargo, nos hemos preparado. Vosotras 5 sois las primeras: bajad hacia los túneles e id preparandoos para cuando nosotras tengamos que bajar.
Las 5 a las que había señalado, que estaban armadas y llevaban sus capas por encima, comenzaron a andar pasillo adelante.
Después se dirigió a las otras que quedaban:
- Vosotras tres, contad hasta 50 y abrid la puerta. En cuanto hayan desaparecido de vuestra vista, hacéis lo mismo que ellas. Vosotras 4 venid conmigo.
A través de los largos pasillos, ahora frescos porque era de noche, llegaron a un gran salón que había servido de comedor, salón de actos, etc. Era acogedor y, por su tamaño, era posible que toda la comunidad cupiera allí.
- Necesito que vosotras tres entréis ya en el túnel que queda detrás del sitial y me esperéis. No creo que vayamos a tardar mucho: él viene a por mí y no tengo interés alguno en dejarme coger.
Ellas obedecieron y Desa Akrovia se sentó en el sitial que había sido suyo y de las anteriores Madres Abadesas de aquella comunidad desde la construcción de aquel Monasterio. Sonrió: muchas hermanas protestaban por la humedad de determinadas partes del edificio, lo que era normal por el aljibe y manantial que tenía debajo, pero ahora esa iba a ser una preocupación muy menor. Se iban a convertir en fugitivas y eso iba a ser difícil de asumir, pero no había muchas alternativas.
Se oyeron pasos metálicos contra las baldosas de piedra. Los hombres del príncipe se acercaban. Por fin, él entró y la vio sentada. No esperaba verla, pero aún menos esperaba verlo todo… desierto. Ella se levantó e inclinó la cabeza:
- Alteza, qué horas más intempestivas para visitar esta comunidad, ¿no creéis?
Él miró a un lado y a otro y extrañado le contestó:
- ¿Dónde están las hermanas?
- ¿A estas horas? Me figuro que durmiendo, como normalmente lo estaría yo también a esta hora.
- No estoy aquí para ceremonias - dijo él tremendamente irritado. Entonces empezó a moverse, nervioso -. Tanto mi madre como yo estamos tremendamente ofendidos por todas las veces que has demostrado que no estabas a nuestro favor.
- Mi cometido nunca ha sido estar a vuestro favor, Alteza. Mi papel era sólo la seguridad de las personas, principalmente femeninas, de la Corte Imperial. Para eso se creó esta orden, aunque ahora tengamos algunas otras tareas a las que nos estamos dedicando desde que nos relevasteis de esa tarea principal.
- La seguridad va tan bien como siempre.
- Y nosotras estamos felices de no ser necesarias, porque así nos podemos dedicar a otras cosas para las que sí podemos serlo. Aparte, nosotras tenemos que defender nuestra propia seguridad, muy amenazada precisamente por las acusaciones que acabáis de hacer por parte de determinados nuevos aliados que os habéis buscado - la crítica era evidente y el príncipe Holingen aún se irritó más-.
- Si no podéis hacer críticas, ¿por qué las hacéis ahora? - dijo él sonriendo como si la hubiese cogido en una incoherencia imperdonable.
- Dejémonos de ceremonias. Sé que vuestra augusta madre ha dado orden de extinguir esta orden y que vos venís a ejecutarla. Sé también que habéis puesto precio a mi cabeza y a la de otras madres, cuyo único delito ha sido cumplir con la obligación a la que nos obligamos cuando juramos los votos perpetuos.
- Por supuesto: cualquier rango que tengáis, sois una Orden del Imperio y, por tanto, debéis obedecer. Y sí, es cierto, aquí tenéis la orden de disolución de esta orden. No me gusta este edificio, pero ya servirá para alguien.
Ella, sin molestarse lo más mínimo, sonrió:
- Deberéis advertirles de las humedades. En cuanto a la obediencia, lamento que estéis tan mal informado. En los votos juramos obediencia al Gran Patriarca de Bonardia, no a la Corona Imperial, por mucho que hayamos cuidado por más de 450 años de sus miembros desde los tiempos del Reino de Sinardia. Es más, se jura obediencia al Único y a su Templo como símbolo de su presencia en este mundo y al Gran Patriarca sólo como representante de los anteriores.
- Eso son todo cuestiones que a mí, como heredero…
- Será mejor que no os precipitéis, Alteza.
Algo había llegado a la ventana. Se posó y luego entró tranquilamente volando: una lechuza blanca se posó en la mano enguatada de Desa Akrovia.
- Este es vuestro último desafío a nuestra autoridad.
- Como digo, será mejor que no os precipitéis, Alteza.
Movió entonces una pieza del sitial y simplemente desapareció de la habitación.
El príncipe Holingen no podía creer lo que había pasado: acababa de perder a la mujer más desafiante, insoportable y descarada que había conocido. Uno de los soldados volvió:
- Alteza, no queda nadie en el Monasterio.
El príncipe gritó, sabiendo que aún tenía más difícil poder detener no sólo a aquellas hermanas, sino a Erevin, que sabía había sido uno de sus más importantes aliados.
Foto de Alexandru Silitra en Unsplash
Desa Akrovia penetró en el túnel: tenía dos salidas: una estrecha y otra amplia. Pero cuando se asomó, vio unos bultos grandes moviéndose a través de él. Una mano la tocó el hombro y ella se volvió: era la hermana Nate Gratiana:
- Desa, por ahí no: hemos visto al menos tres serpientes gigantes. Las han dejado libres por los túneles.
- Entonces, no queda más remedio que bajar por el túnel angosto. Hay que tener mucha prudencia: estas serpientes no son del Príncipe, aunque las haya podido traer él.
Siguieron andando en una oscuridad casi total, hasta que llegaron a una especie de habitación tras la cual estaba el manantial y el canal que pasaba por debajo del monasterio.
- Bien, evidentemente la puerta hacia el pasadizo al castillo imperial no podemos cogerla. Pero sí hay que poner algo para que no puedan entrar por ahí, aunque dudo que lo hagan si no se les ha ocurrido ya. Tomemos la salida hacia Ko-Or-Natu. Desde allí no nos costará encontrar transporte hacia cualquier sitio. Deberemos esperar unas horas pero no tantas como para que se haga de día y se pueda ver que salimos hacia la libertad.
Malaban y Nragar habían dejado el monasterio de las Orantes y habían dado una vuelta por la ciudad, sin que les molestaran. Habían decidido que era buena hora de ir hacia Ko-Or-Natu para coger el barco y partir rumbo a Naras. Pero, justo antes de salir por la puerta Sur de la ciudad, vieron que, antes que ellos, iban unos soldados imperiales y Malaban, de repente, echó a Nragar dentro de la puerta de un edificio que era lo suficientemente profunda para ocultarles.
Pero sintió que la sombra aceitosa que ya había percibido dos veces (una en la posada y otra en la casa del jefe de Inteligencia) bajaba por la calle hacia la misma puerta de la ciudad por la que ellos pensaban salir. La sombra se paró un momento, pero, igual que había pasado la vez anterior, no podía detectarles. Pero sabía que estaban allí… se paró y después siguió su camino.
- Nragar, tenemos que seguir a esos soldados pero sin que nos vean. Veamos, necesito un carro, preferentemente con heno.
Al cabo de un rato, habían comprado carro, caballo y heno a un granjero por un buen precio para ambos. Malaban se puso a las riendas, mientras que Nragar se ocultó en el heno.
Delante, la sombra percibió que algo raro pasaba, pero, cuando se volvió, sólo vio un humilde carro de heno y no se volvió a preocupar.
Este capítulo fue originalmente publicado en WP.
Si no has leído los anteriores, puedes ponerte al día en este enlace.