Llevaban ya casi dos semanas de camino. Lasánides estaba más que preocupado: eran un grupo demasiado grande y los demás o eran duendes que no sabían ver el peligro o eran monjes que sólo sabían rezar. Echaba de menos a Frey Kaistos… Miró a los que le acompañaban y aún se desesperó más. Los dos hermanos jóvenes y fuertes, Arbil y Eilos, se habían ido con el príncipe Erevin a no sé qué de la Armada imperial.
Ya estaban otra vez los duendes haciendo travesuras: riendo y cantando como si aquello fuera una excursión. Al principio, habían ido calladitos y formales (la mayoría, algunos no habían estado sin gamberrear ni un solo minuto) porque tenían miedo de sus perseguidores. Pero durante mucho rato, no habían visto a nadie peligroso, así que allí estaban, jugando al escondite, cantando canciones y contando chistes. “Al menos”, se dijo, “ahora iban cantando y bromeando con cosas que los niños pequeños podían oír… porque algunos contaban barbaridades que hasta le habían hecho sonrojarse a él”. Miró entonces al perro moloso Uzi, el marrón de la pareja que seguía a su lado: “el perro tiene más sentido común que algunos seres humanoides”. Suspiró con resignación.
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De repente, el perro olfateó el aire y lo miró como para advertirle. Pero lo preocupante no fue el perro: fue que todos los duendes prácticamente a la vez se callaron y desaparecieron. Localizó entonces un conjunto de rocas entre las que crecían varios árboles y se abalanzó a esconderse allí, seguido por los monjes que con sus hábitos blancos iban a ser fácilmente distinguibles para los que venían por aquel camino en dirección contraria y a quienes esperó para que no fueran visibles para los que se aproximaban. Necesitaban salirse del camino: se lo había dicho al gordo aquel que tenían por líder los duendes pero no había hecho caso. Ahora sabía por qué: sabían esconderse. Lo que aún no sabía era cómo lo habían hecho: necesitaban aprender aquella técnica…
Los caballos se acercaban: eran pocos, unos cinco, pero eran caballería pesada. A saber qué iban a hacer por aquellos lares… aquello estaba muy lejos de Bonardia pero estaba aún más lejos del mar y cinco caballeros no eran muchos. A él y a su grupo les quedaba por lo menos una semana para llegar a las estribaciones de la Sierra del Viento Nevado, al paso que iban… ¿A dónde irían aquellos caballeros?
Los caballos estaban justo de frente de donde se escondían ellos: Lasánides estaba inquieto. No quería acabar allí sus días pero, si eso era lo que debía hacer, no dudaría un solo minuto. Y entonces oyó una risotada que le transportó muchos años atrás… a la guerra con la vecina Esmedriania…
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Diez años antes…
- Bombardaaaaaa1 - gritó un soldado.
La verdad es que aquellos nuevos proyectiles les estaban ayudando mucho en su guerra contra estos gallinas de Esmedriania. No habían querido luchar mucho en campo abierto porque sabían que tenían las de perder, así que ahí los tenías, escondidos detrás de los muros de aquel castillo, que, por otra parte, tampoco es que fuera una construcción muy importante. Pero así había sido aquella guerra: por un lado, aquella forma de luchar producía muchos muertos de ambos bandos, porque obligaba a luchar sin descanso en distintas plazas fuertes a las que había que sitiar; pero por otro, alargaba la guerra, por lo que aumentaban también las bajas.
Esta vez sin embargo, el bolaño aquel no hizo más que ser una molestia: todo el mundo vio que iba a caer y dónde, así que no produjo ningún herido. Y entonces vino el desastre: algún listo había prendido una flecha con alguna sustancia inflamable y al caer el bolaño aquel se distrajo y disparó donde no debía. La flecha fue a caer a uno de los arietes que sitiaban el castillo. Lasánides gritó una imprecación y espoleó a su caballo para intentar salvar a los que pudiera que estuvieran ahí, no sin antes echar una mirada asesina a aquel pelirrojo imbécil que no sabía que en la batalla uno sólo debe estar pendiente de su blanco y, sino, abstenerse de disparar.
Cuando llegó subió por una de las paredes y fue intentando que bajaran los más posibles mientras el fuego se extendía muy rápidamente y su propio caballo relinchaba en un grito de aviso. El último chico -no debía tener más de 16 años- que arrojó para que lo cogieran desde abajo antes de que pudiera él desprenderse al suelo y que las llamas no lo alcanzaban, llevaba un tipo de manto peculiar: el fondo azul con un magnífico escudo.
- Capitán -dijo otro muchacho, rubio y barbilampiño- es el hijo mayor del Margrave de Bonardia.
Lasánides lo miró:
- ¿Es amigo tuyo?
- Sí, hemos venido varios, nos han dado órdenes de venir a luchar aquí. La verdad es que lo estábamos deseando pero…
- Sí, hijo, la guerra no es lo que cuentan. Es necesaria como cuando un barbero te saca una muela, pero no suenan canciones ni hay bellas damas viendo a ver quién es el más valiente como en un torneo. Aquí se muere alanceado, aplastado, apedreado, desangrado… o quemado.
Otro muchacho muy parecido al anterior pero hosco y más moreno se unió a ellos y al poco llegó otro que era parecido a los anteriores.
- Vuestro amigo ha perdido el conocimiento. El humo le ha hecho desmayarse, debéis sacarlo de aquí e ir al puesto del matasanos a que lo vea.
Ellos se miraron y él soltó una carcajada mientras la bombarda seguía disparando. El chico de la mirada hosca le miró y le dijo:
- Señor, no encontramos a su padre a quien hemos visto galopando con la espada en alto hacia una poterna para ver si podía entrar por allí. Me gustaría ir a ver si está allí.
Miró su escudo de armas: el de la cara hosca era el Barón de Nirándomir. Y el otro, aquel rubio era… oh no, llevaba el escudo de la casa Imperial de Sinardia: Sin duda era el príncipe Everingen. ¿Qué demonios hacía en aquella guerra el príncipe heredero? No, no tenía nada que ver con la guerra absolutamente devastadora que había tenido lugar 115 años antes. Pero no era lugar para aquel rubio que parecía…
- Capitán -dijo el muchacho- debemos ir a ver qué pasa con su padre. No tenemos mucha experiencia. ¿Nos acompaña?
Lasánides bajó el caballo y ya iba a ir hacia allá, cuando una manaza grande y fuerte le sujetó el hombro.
- No, no -dijo aquel vozarrón que conocía bien-, si os vais a meter en la boca del lobo, yo también voy.
- Venga -dijo Lasánides, un poco más animado-. Ya habrá tiempo para los abrazos y las presentaciones una vez que hayamos salido.
Bordearon el puente levadizo y se pusieron unos grandes escudos de asedio para protegerse de las flechas, piedras y lanzas que tiraban desde arriba. Fueron lo más rápidamente que pudieron y alcanzaron pronto el lugar donde la poterna estaba medio abierta. El padre del barbilampiño desmayado había conseguido entrar y ellos simplemente siguieron por el mismo pasillo por el que había entrado él.
De repente, oyeron un grito y todos corrieron: el barón estaba rodeado de defensores del castillo y le habían abierto varias heridas. Pero entre Lasánides y aquel grandullón los desarmaron y los tiraron al foso sin miramientos. Después dejaron sentado y al cuidado del Barón a dos soldados y continuaron hacia adelante: el que estaba seguro que era el príncipe, le dio una palmada en el hombro y le señaló hacia uno de los pasillos. Era cierto, alguien se aproximaba: anduvieron hacia atrás y quedaron escondidos detrás de unos tapices que llegaban hasta el suelo. Enseguida oyeron pasos y Lasánides se abalanzó y cogió desprevenido al que iba por allí, sintiéndose seguro: era el alcaide. En pocos minutos, el castillo había caído. Uno menos para terminar aquella escaramuza…
… EL momento actual:
Aquella risotada era inconfundible. Lasánides salió de su escondite y gritó:
- Vintoooo, pero ¿qué hacéis por aquí?
El grandullón se bajó del caballo y la risotada se volvió a oír.
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- Pues vamos a vuestro encuentro. Desa Akrovia y Leovildo nos dijeron que el Príncipe Erevin les había informado de que veníais por aquí y que era mejor que os acompañáramos… Es posible que después nos tengáis que ayudar a localizar a Su Alteza el Príncipe Everingen…
Lasánides se quedó de piedra.
- ¿El heredero… ha desaparecido? - luego, bajó la mirada y dijo - la verdad es que no me extraña nada. Después de ver a las serpientes esas…
Y entonces vio al barbilampiño que había salvado de las llamas 10 años antes. Se fue a inclinar pero él se bajó del caballo y le dio un abrazo.
- Ante mí no os tendréis nunca que arrodillar.
- Ni ante mí… -dijo otro pelirrojo de la misma edad. Sí, era el de la flecha. El duque de Esdáloren.
- Celebro que hayáis venido porque tenemos por delante un viaje complicado - Les miró y se echó a reír-. A vuestro lado, me siento muy viejo -y se rieron a carcajadas.
De repente, los duendes habían vuelto a aparecer. Vinto se echó a reír.
- Así que estos son los granujas a los que estáis acompañando a Naras. Sí, su técnica de esconderse es muy conocida: llevan hojas, musgo y raíces2 escondidas en sus barrigas y se las ponen en cuanto ven un peligro. De esa manera, nunca nadie les localiza, verdad?
Un coro de risas se elevó, mientras los monjes, más seguros ya de que nada les podía pasar, habían salido también de detrás de la piedra. Pero Uzi seguía inquieto: algo más se acercaba.
- Os han seguido - dijo Lasánides - Alguien más viene detrás de vosotros.
Se volvieron a esconder y, al cabo del rato vieron una serpiente gigante que venía por el camino, oliendo los alrededores. Lasánides se la señaló a Vinto que puso ojos como platos. Ninguno de los recién llegados habían visto a un animal así. De repente, desplegó unas alas enormes y comenzó a volar: aquello era su peor pesadilla, ahora encima traían alas3. Alguien llamó a la serpiente y entonces vieron a un ser totalmente embozado, con una espada negra extraña que había aparecido en el camino.
Foto de " Breizh Clichés ".
A su lado, algo se movió y Vinto y Lasánides estuvieron a punto de aplastar a dos duendes que se habían movido hacia donde ellos se encontraban. Pero pronto se dieron cuenta de que eran dos de aquellos traviesos… que sin embargo, por su expresión, se habían tomado al enmascarado muy en serio.
- Sabemos quién es.
- ¿Cómo? - dijo Vito. No es que no les hubiera oído, es que no podía siquiera considerar que de verdad supieran quién era aquel ser.
- Sí, ¿recordáis que con la serpiente en los túneles de Sinningen iba un ser raro con una voz particular?
Lasánides les miró intentando disimular su ansiedad: algo no les habían dicho.
- Sí, desde luego -dijo él, mirándoles fijamente.
- Pues bien, normalmente hablaban nuestro mismo idioma. Pero hubo un momento en el que no lo hicieron.
- Y vosotros, ¿cómo lo sabéis?
Los duendecillos se miraron.
- Porque nuestro líder Daringar nos dijo que espiáramos desde otro lugar de la cueva. Es un lugar que sólo unos pocos de nosotros conocíamos. No dudo que tuvo el presentimiento de que había alguien espiándolos pero no pudo ver dónde estábamos y seguramente por eso acabaron yéndose.
El les miró fijamente, como si quisiera que recordaran bien lo que les iba a decir:
- Por eso, seguro que nos ha enviado a este individuo.
El duque de Esdáloren hizo un gesto: la serpiente había vuelto a bajar y el embozado la hablaba.
- Lo sé -dijo con una voz lenta y rasposa-, sé que hay alguien por aquí a quien te encantaría pillar. Pero nuestra misión no está aquí y tenemos que darnos prisa: tenemos que estar en pocos días en el bosque del Oeste: nuestro objetivo es la hechicera. Necesitamos adelantarnos a los dragones.
Dicho esto, se montó encima de aquel ser y, después de que este desplegara sus alas, se elevaron en el aire y, al cabo del rato, desaparecieron.
Uno de los monjes, que llevaba un objeto especial delante de los ojos cuando leía, les dijo:
- ¿Tenéis alguna manera de avisar a la hechicera en cuestión?
Los demás se miraron sin saber muy bien qué decir.
Uno de los duendes se adelantó:
- Nosotros tenemos a Azulete y también a Zulina - y señalaron a un aziorón y una gamizula domesticados que llevaban con ellos. Podemos ir y alertar a esa señora y luego volver.
Daringar, el jefe duende se adelantó.
- Dirion y Látida son de los duendes más inteligentes que tenemos. Ellos sabrán cómo llegar y hacerlo rápido. Pero no irán solos. Mandaremos a algunos otros con ellos: nuestras gamizulas son especialmente rápidas y los aziorones sirven de espías y mensajeros. Esa serpiente no va a ir más rápido que ellos.
Lasánides sonrió y dijo:
- El único problema es que no os podremos proteger…
Dirion le contestó:
- Nos sabremos poner en contacto -dijo y les guiñó un ojo.
Seis duendes se montaron en sus correspondientes gamizulas y salieron al galope seguidos de unos aziorones que volaron cada vez más alto. En pocos momentos, no se les veía: iban escondidos entre la maleza y pronto ni siquiera pudieron oír el poco sonido que realizaban al alejarse en dirección al Bosque del Oeste.
El duque de Esdáloren miró a Lasánides y le dijo:
- Después de esto, no tenemos tiempo que perder.
Vito asintió.
- Sí, tenemos que darnos prisa. Debemos hacer lo posible por llegar a Naras en menos de una semana si es posible.
Los duendes, impresionados por el asesino jinete de serpientes, decidieron que debían informar de otro camino, lo que hizo su jefe solemnemente.
- Hay un antiguo camino duende que atraviesa la Sierra del Viento Nevado. Acortaremos mucho camino.
- Está bien - dijo Lasánides -, os seguimos.
- Nosotros iremos escondidos, pero os iremos dando instrucciones.
- ¿Y los caballos? - le preguntó el Margrave.
- No os preocupéis, caballero. Ellos pasarán bien, como también lo harán nuestras gamizulas.
La comitiva comenzó a andar. A pesar de todo el estruendo, habían pasado desapercibidos.
En una mazmorra, una figura se retorcía débil entre la humedad y el frío. Por el día, algo de sol entraba y sus muñecas y tobillos doloridos de tanto tiempo sujetos por los grilletes se le calentaban y mejoraba su situación. Pero la noche traía consigo un frío extremo y húmedo que hacía que le castañeteasen los dientes y temblase de frío.
Miró a la luna, la única que se veía a través del ventanuco de la cárcel. Y entonces, algo sonó en la pared… alguien le pasó una nota: “No desfallezcas, la ayuda está cerca”.
El prisionero se levantó, sonrió y miró a la luna: daba igual que al final no fuera verdad, había dejado de sentir frío.
En la mitología cántabra, hay un tipo de duendes, los trentis, que van así vestidos para: “poder tirar de las sayas y pellizcar las pantorrillas a las muchachas, para después escapar corriendo entre los bardales. Aunque son bromistas también pueden ayudar al hombre sin que estos lo sepan, sintiendo especial predilección por los niños. Auxilian al pastor a encontrar su ganado tras la tormenta o las maldades del Ojáncanu y ayudan a las viejas que no pueden valerse por sí mismas”.